Juan XXIII
(Sotto il Monte, 1881 - Roma, 1963) Pontífice
romano, de nombre Angelo Giuseppe Roncalli (1958-1963). Era el tercer
hijo de los once que tuvieron Giambattista Roncalli y Mariana Mazzola,
campesinos de antiguas raíces católicas, y su infancia transcurrió en
una austera y honorable pobreza. Parece que fue un niño a la vez
taciturno y alegre, dado a la soledad y a la lectura. Cuando reveló sus
deseos de convertirse en sacerdote, su padre pensó muy atinadamente que
primero debía estudiar latín con el viejo cura del vecino pueblo de
Cervico, y allí lo envió.
Juan XXIII
Lo cierto es que, más tarde, el latín del papa
Roncalli nunca fue muy bueno; se cuenta que, en una ocasión, mientras
recomendaba el estudio del latín hablando en esa misma lengua, se detuvo
de pronto y prosiguió su charla en italiano, con una sonrisa en los
labios y aquella irónica candidez que le distinguía rebosando por sus
ojos.
Por fin, a los once años ingresaba en el
seminario de Bérgamo, famoso entonces por la piedad de los sacerdotes
que formaba más que por su brillantez. En esa época comenzaría a
escribir su Diario del alma, que continuó prácticamente sin
interrupciones durante toda su vida y que hoy es un testimonio
insustituible y fiel de sus desvelos, sus reflexiones y sus
sentimientos.
En 1901, Roncalli pasó al seminario
mayor de San Apollinaire reafirmado en su propósito de seguir la carrera
eclesiástica. Sin embargo, ese mismo año hubo de abandonarlo todo para
hacer el servicio militar; una experiencia que, a juzgar por sus
escritos, no fue de su agrado, pero que le enseñó a convivir con hombres
muy distintos de los que conocía y fue el punto de partida de algunos
de sus pensamientos más profundos.
El futuro Juan XXIII
celebró su primera misa en la basílica de San Pedro el 11 de agosto de
1904, al día siguiente de ser ordenado sacerdote. Un año después, tras
graduarse como doctor en Teología, iba a conocer a alguien que dejaría
en él una profunda huella: monseñor Radini Tedeschi. Este sacerdote era
al parecer un prodigio de mesura y equilibrio, uno de esos hombres
justos y ponderados capaces de deslumbrar con su juicio y su sabiduría a
todo ser joven y sensible, y Roncalli era ambas cosas. Tedeschi también
se sintió interesado por aquel presbítero entusiasta y no dudó en
nombrarlo su secretario cuando fue designado obispo de Bérgamo por el
papa Pío X. De esta forma, Roncalli obtenía su primer cargo importante.
Dio comienzo entonces un decenio de estrecha
colaboración material y espiritual entre ambos, de máxima identificación
y de total entrega en común. A lo largo de esos años, Roncalli enseñó
historia de la Iglesia, dio clases de Apologética y Patrística, escribió
varios opúsculos y viajó por diversos países europeos, además de
despachar con diligencia los asuntos que competían a su secretaría. Todo
ello bajo la inspiración y la sombra protectora de Tedeschi, a quien
siempre consideró un verdadero padre espiritual.
En
1914, dos hechos desgraciados vinieron a turbar su felicidad. En primer
lugar, la muerte repentina de monseñor Tedeschi, a quien Roncalli lloró
sintiendo no sólo que perdía un amigo y un guía, sino que a la vez el
mundo perdía un hombre extraordinario y poco menos que insustituible.
Además, el estallido de la Primera Guerra Mundial
fue un golpe para sus ilusiones y retrasó todos sus proyectos y su
formación, pues hubo de incorporarse a filas inmediatamente. A pesar de
todo, Roncalli aceptó su destino con resignación y alegría, dispuesto a
servir a la causa de la paz y de la Iglesia allí donde se encontrase.
Fue sargento de sanidad y teniente capellán del hospital militar de
Bérgamo, donde pudo contemplar con sus propios ojos el dolor y el
sufrimiento que aquella guerra terrible causaba a hombres, mujeres y
niños inocentes.
Concluida la contienda, fue elegido para
presidir la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe y pudo reanudar
sus viajes y sus estudios. Más tarde, sus misiones como visitador
apostólico en Bulgaria, Turquía y Grecia lo convirtieron en una especie
de embajador del Evangelio en Oriente, permitiéndole entrar en contacto,
ya como obispo, con el credo ortodoxo y con formas distintas de
religiosidad que sin duda lo enriquecieron y le proporcionaron una
amplitud de miras de la cual la Iglesia Católica no iba a tardar en
beneficiarse.
Durante la Segunda Guerra Mundial,
Roncalli se mantuvo firme en su puesto de delegado apostólico,
realizando innumerables viajes desde Atenas y Estambul, llevando
palabras de consuelo a las víctimas de la contienda y procurando que los
estragos producidos por ella fuesen mínimos. Pocos saben que si Atenas
no fue bombardeada y todo su fabuloso legado artístico y cultural
destruido, ello se debe a este en apariencia insignificante cura, amable
y abierto, a quien no parecían interesar mayormente tales cosas.
Una vez finalizadas las hostilidades, fue
nombrado nuncio en París por el papa Pío XII. Se trataba de una misión
delicada, pues era preciso afrontar problemas tan espinosos como el
derivado del colaboracionismo entre la jerarquía católica francesa y los
regímenes pronazis durante la guerra. Empleando como armas un tacto
admirable y una voluntad conciliadora a prueba de desaliento, Roncalli
logró superar las dificultades y consolidar firmes lazos de amistad con
una clase política recelosa y esquiva.
En 1952, Pío XII
le nombró patriarca de Venecia. Al año siguiente, el presidente de la
República Francesa, Vicent Auriol, le entregaba la birreta cardenalicia.
Roncalli brillaba ya con luz propia entre los grandes mandatarios de la
Iglesia. Sin embargo, su elección como papa en 1958, tras la muerte de
Pío XII, sorprendió a propios y extraños. No sólo eso: desde los
primeros días de su pontificado, comenzó a comportarse como nadie
esperaba, muy lejos del envaramiento y la solemne actitud que había
caracterizado a sus predecesores.
Para empezar, adoptó el nombre de Juan XXIII, que además
de parecer vulgar ante los León, Benedicto o Pío, era el de un famoso
antipapa de triste memoria. Luego abordó su tarea como si se tratase de
un párroco de aldea, sin permitir que sus cualidades humanas quedasen
enterradas bajo el rígido protocolo, del que muchos papas habían sido
víctimas. Ni siquiera ocultó que era hombre que gozaba de la vida,
amante de la buena mesa, de las charlas interminables, de la amistad y
de las gentes del pueblo.
Como pontífice dio un nuevo planteamiento al ecumenismo
católico con el Secretariado para la Unidad de los Cristianos y el
acogimiento en Roma de los supremos jerarcas de cuatro Iglesias
protestantes. Su pontificado abrió nuevas perspectivas a la vida de la
Iglesia y, aunque no se dieron cambios radicales en la estructura
eclesiástica, promovió una renovación profunda de las ideas y las
actitudes.
Su propósito pronto fue claro para todos:
poner al día la Iglesia, adecuar su mensaje a los tiempos modernos
enmendando pasados yerros y afrontando los nuevos problemas humanos,
económicos y sociales. Para conseguirlo, Juan XXIII dotó a la comunidad
cristiana de dos herramientas extraordinarias: las encíclicas Mater et Magistra y Pacem in terris.
En la primera explicitaba las bases de un orden económico centrado en
los valores del hombre y en la atención de las necesidades, hablando
claramente del concepto "socialización" y abriendo para los católicos
las puertas de la intervención en unas estructuras socioeconómicas que
debían ser cada vez más justas.
En la segunda se delineaba una visión de paz, libertad y
convivencia ciudadana e internacional vinculándola al amor que Cristo
manifestó por el género humano en la Última Cena. Ambas encíclicas
suponían una revolución copernicana en la visión católica de los
problemas temporales, pues aceptaban la herencia de la Revolución Francesa y de la democracia moderna, haciendo de la dignidad del hombre el centro de todo derecho, de toda política y de toda dinámica social o económica.
Poco antes de su muerte, acaecida el 3 de junio de 1963,
Juan XXIII aún tuvo el coraje de convocar un nuevo concilio que
recogiese y promoviese esta valerosa y necesaria puesta al día de la
Iglesia: el Concilio Vaticano II. A través de él, el papa Roncalli se
proponía, según sus propias palabras, "elaborar una nueva Teología de
los misterios de Cristo. Del mundo físico. Del tiempo y las relaciones
temporales. De la historia. Del pecado. Del hombre. Del nacimiento. De
los alimentos y la bebida. Del trabajo. De la vista, del oído, del
lenguaje, de las lágrimas y de la risa. De la música y de la danza. De
la cultura. De la televisión. Del matrimonio y de la familia. De los
grupos étnicos y del Estado. De la humanidad toda".
Se trataba de una tarea de titanes que sólo un hombre
como Juan XXIII fue capaz de concebir e impulsar, y que sus herederos
recibirían como un legado a la vez imprescindible y comprometedor. Pablo VI,
su sucesor y amigo, declaró tras ser elegido nuevo pontífice que la
herencia del papa Juan no podía quedar encerrada en su ataúd. Él se
atrevió a cargarla sobre sus hombros y pudo comprobar que no era ligera.
Casi cuatro décadas después, en el año 2000, Juan XXIII fue beatificado
por otro papa carismático, Juan Pablo II; y, el 27 de abril de 2014, ambos fueron canonizados por el papa Francisco, el primer pontífice hispanoamericano de la historia de la Iglesia.
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